marzo 10, 2011

Con esa maletota?

Para llegar a Roma, en el aeropuerto tomé el tren y luego el bus que me llevaría hasta el lugar en el que me hospedaría. El padre Antonio me había dado el domicilio de la casa de los Misioneros de la Consolata quienes, providencialmente, me recibieron.


Bajé del bus y pregunté a una señora si sabía en dónde estaba esa calle y me dijo que no. Luego a una chica y muy segura me dijo que caminara una cuadra y a la vuelta encontraría la calle. Busqué la numeración y no concordaba así que volví a preguntar en una tienda y supuse que el chico, por trabajar en ese rumbo, conocería la calle. Me dijo, también muy seguro, que tenía que caminar cuesta arriba como 3 cuadras y que la calle estaba arriba. Su expresión al decirme esto fue de: "híjole, y con esa maletota!". Pero hice caso omiso de su insinuación; mi maleta no era tan grande y de cualquier forma tendría que llegar al lugar con mi ella. 


Comencé a caminar y caminar jalando el equipaje hasta que se me comenzó a entumir el brazo. De pronto sentí como que las ruedas se hacían más pesadas y alguien estaba poniéndole peso extra a la "maletota". En donde se suponía que era la 3ra calle vi una escalinata como de 100 escaños y decidí que no iba, de ninguna manera, a cargar mi liviano equipaje hasta arriba sin estar segura de que era ahí, así que más adelante volví a preguntar y una pareja me dijo que tendría que caminar de regreso, hasta donde me había dejado el camión, porque la calle estaba justo cruzando la esquina esa. Ambos se miraron e intercambiaron palabras que aun sin hablar italiano entendí. Ella le decía algo así como: "pero va hasta allá y con esa maletota!". Comencé a creer que, o estaba más lejos de lo que yo pensaba o de plano lo que traía rodando sí era una maletota. 


Así pues, llegué a la casa, con el brazo cayéndoseme, enojada con los italianos que no saben dar indicaciones y decidida a hacerme a la brevedad de un mapa de la ciudad. Desde que lo hice, no me he vuelto a perder y el dichoso mapa me ha permitido andar por los muchos callejoncitos, típicos en Italia, que parecen querer decir algo a quien se adentra en ellos. 


Es invierno todavía y el frío cala. Lluvia, aire, y un poco de sol que cuando se asoma, hace una gran diferencia, pero en general, un clima bueno; frío pero soportable y ciertamente mucho más manejable que el de Viena. Esto me ha permitido andar y andar y descubrir el día a día de la gente que va a trabajar entre miles de turistas y entendí un poco la actitud de indiferencia de los romanos al darme instrucciones erróneas para llegar a mi morada. Todos los días viven entre gente que no sabe a dónde va, no sabe en dónde está la calle que busca, no habla italiano, anda con un mapita en la mano, pregunta por doquier cómo llegar a La Fontana de Trevi, al Coliseo, al Vaticano, y, al igual que yo, no encuentra la forma de no parecer turista, siéndolo. 


Los turistas somos invasores de espacios. Ciertamente consumimos dentro del país pero no por eso dejamos de ser extraños en el lugar. Transitar todos los días por tu ciudad con miles de personas cruzando indebidamente la calle, sin saber si ahí está permitido o no, y tener que soportarlo porque "son turistas", debe ser el factor que genera esta indiferencia e intolerancia al turista. Uno se sube al bus y ve caras de todas las razas. Caminando por la calle somos muchos los que andamos con el mapa en la mano, la cámara colgada al cuello, la mochila al hombro y la cara alzada para admirar los edificios, buscar el nombre de la calle o leer la ruta del bus.


Y aun así, Roma y los romanos nos acogen para compartir su historia, nuestra historia, porque quien venga a Europa, necesariamente piensa en Roma, en tomarse una foto en el Coliseo, aventar una moneda en La Fontana de Trevi, en visitar el Vaticano, que aunque es Estado independiente, está dentro de esta ciudad y utiliza todos sus servicios para dar acogida a los millones de peregrinos que vienen en oleadas a conocer la Capilla Sixtina, a visitar al Papa y ni se diga los que vendrán en mayo a la canonización de Juan Pablo II. Todo está abarrotado ya. 


Me he robado entonces los paisajes de esta ciudad. Me ha permitido fotografiarla en diferentes escenarios, con calma, sin apresurarme para realizar la toma. El Tíber me ha regalado imágenes al atardecer que llenan el alma y hacen que uno no quiera irse nunca de aquí, para poder seguir disfrutando de los puentes y las puestas de sol. 


Al llegar, en el aeropuerto conocí a un sacerdote que me dijo: "Roma no hace honor a lo que es Italia. Es una ciudad sucia, caótica; espero que no te decepcione!". Entiendo ahora lo que me dice porque sí es cierto que es algo sucia y ciertamente es caótica. No quiero ni imaginar lo que será venir aquí en verano, pero decepcionada no estoy. Al contrario, me quedo enamorada de Roma y agradecida por sus regalos, por acogerme y presentarme aventuras en la estación de trenes, en el avión, y en sus calles, y por darme momentos de placer con sus pizzas, gelatos y cafés.